Identidad o importación, tradición frente a renovación. Un debate eterno de la Semana Santa, y muy particularmente de su “banda sonora”. Un joven y talentoso músico, amén de incansable divulgador cofrade, reflexiona sobre la esencia misma de las marchas procesionales y sobre la evolución de las partituras que pueden encontrarse en los atriles de las bandas de música.
Antonio Jesús Hernández Alba
“Como, a
nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.”
Jorge Manrique
Resulta curioso lo que ha cambiado nuestra Semana Santa en los últimos 20 años, en todos los aspectos. No hay más que consultar cualquiera de las viejas grabaciones que muchos aún atesoramos en nuestras casas para comprobar que muchas cosas que a día de hoy damos por sentadas, hace no tanto, eran una novedad o ni siquiera existían. Por ejemplo, hace 20 años la Procesión de Ánimas y el Via-Crucis del Santísimo Cristo de la Sangre eran una novedad rompedora, hoy no entendemos nuestra Semana Santa sin estos dos desfiles. Hace 20 años casi nadie en Cieza conocía la obra de Romero Zafra y ahora son pocos los que no se han maravillado con los rostros de la Coronación de Espinas y de Nuestra Señora de la Amargura. Lo mismo ocurre con la música. La banda sonora de nuestra Semana Santa ha cambiado tanto o más en los últimos 20 años que en los 50 anteriores.
La pregunta que surge de esta reflexión es: ¿este cambio es bueno o es malo? Hacerse esta pregunta es fácil, contestarla ya no tanto. Esta cuestión tiene de fondo una controversia filosófica: la eterna dicotomía entre conservación e innovación, que nos lleva a plantearnos nuestra propia identidad cofrade.
Quizá a algunos la música no les genere este debate, pues mientras que en las procesiones suenen marchas y haya bandas que las toquen, da igual si una marcha es andaluza, madrileña o levantina, o si se compuso hace un siglo o antes de ayer, lo importante es que suene a Semana Santa. El problema es precisamente este, el problema de la identidad: ¿qué suena para ti a Semana Santa?
Si le preguntas esto a un joven, lo más seguro es que te cite marchas como “Bajo tu Amparo”, “Caridad del Guadalquivir” o “Mi Amargura”, mientras que si el interrogado es alguien con cierta edad, es bastante probable que te cite marchas como “Mater Mea” o “Mektub”. Seguro que coincidirás conmigo en que estos dos grupos de marchas suenan muy distintas, o, para ser más precisos, evocan cosas distintas. Además, si le preguntas a un cartagenero lo mismo, seguramente te hable de “Nuestro Padre Jesús”, o de “Solemnidad”, pero si le preguntas a un sevillano te hablará de “Coronación de la Macarena” o de “Amarguras”. Con lo cual, quizás debamos preguntarnos: ¿a qué suena la Semana Santa de Cieza? Llegamos al problema de autodefinirnos, al problema de nuestra propia identidad.
Si nos centramos en la historia, si miramos lo que ha venido sonando en Cieza desde que hay constancia, nos encontramos con la música del Maestro León y, más adelante, con las marchas y pasodobles de Gómez Villa, todo ello mezclado con las marchas que se han venido a llamar “clásicas”, las marchas de corte solemne y fúnebre que nos remiten al siglo XIX y a músicos como Beethoven, Chopin y Wagner, en otras palabras, la obra de Emilio Cebrián, Mariano San Miguel, Ricardo Dorado y Miguel Pascual entre otros. Pero, si cuentas desde el año 2000, verás que hay un cambio. Ese sonido clásico, fúnebre y solemne, aderezado con la frescura del carácter murciano, está desapareciendo paulatinamente frente a las nuevas tendencias: las marchas de origen andaluz, con una profunda base folklórica autóctona de Andalucía, y las grandes marchas “modernas” o, mejor dicho, “cinéfilas”, pues se basan en recursos propios de la música de cine.
De ahí el título de este artículo. ¿Qué hay de malo en “Mi Amargura” ?, pues esta gran marcha de Víctor Ferrer se ha convertido en todo un símbolo de esta corriente innovadora a nivel nacional. ¿Qué hay de malo en todas estas nuevas tendencias? Objetivamente no hay nada malo. Musicalmente son grandísimas obras, tanto las que trascienden las fronteras de Andalucía como las que buscan su sonoridad en la banda sonora. Pero, ¿hasta qué punto son nuestras estas obras? ¿Hasta qué punto nos recuerdan a nuestra Semana Santa tan particular, esa que creció arrullada por los violines de San Juan y tomó cuerpo de la mano de Gómez Villa? Este es el verdadero problema de fondo.
No obstante, es contraproducente ir en contra de los tiempos. Un exceso de conservadurismo puede llevar a la muerte por asfixia de nuestras tradiciones, mientras que la innovación descontrolada nos lleva a este problema sobre el que quiero llamar la atención con estas líneas: la pérdida de nuestra identidad. ¿Estamos dispuestos a correr ese riesgo? Una Semana Santa que aspira a la internacionalidad no puede cerrarse a las tendencias que, a fin de cuentas, son la cara renovada de esta tradición centenaria; pero tampoco puede permitirse perder su esencia, esos aspectos que la hacen única, que la definen y la hacen destacar en su entorno. La nuestra es una Semana Santa única, tan especial que no deja indiferente a nadie, local o foráneo. Quizás sea hora de plantearse este dilema y encontrar el equilibrio perfecto entre la modernidad y la tradición.
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