La Semana Santa de Cieza, aun dormida, nunca deja de inventar pequeños milagros. También en 2020, ese año en que todo se desmoronó a mitad de la cuaresma. La esperanza a veces no tiene forma, solo sonido… el sonido incomparable de la música.
Enrique Centeno González
Era Lunes Santo, y no lo era.
La tarde se consumía como todas las de aquella semana: pesada y melancólica. Silenciosa, también. Creo que, con el cielo gris y plomizo, aunque quizá la memoria solo está coloreando los recuerdos con la desesperanza de aquellos días. Y metido en el cuerpo un frío sin remedio, el frío insuperable del miedo y de la incertidumbre. El hielo del Palacio en la retina, y una amarga tristeza colgada de todas las miradas y de todas las palabras
Como en el resto de Cieza y del mundo, en el Barrio de Santa Clara, al pie de la Ermita, llevábamos muchos días sin apenas salir a la calle; solo aquellas escapadas tan extrañas a comprar, de gestos rápidos y cabezas agachadas, sin que se escuchara ni una voz, como si los vecinos de siempre hubieran mutado en peligrosos desconocidos.
Era Semana Santa, y no lo era.
El calendario insistía en señalar los días del Triduo Sacro, pero no era posible imaginar un opuesto más absoluto. ¿Semana Santa? ¿Encajaban esas palabras, que nos evocan mil emociones, mil encuentros y mil rostros trenzados en historias que llevamos cosidas a las entrañas, en esas jornadas que se repetían idénticas en su vacuidad e irrelevancia, indistinguibles en su solitaria impotencia? La familia como bálsamo y como abrigo, y la obligación responsable de vestir las conversaciones con algún harapo parecido a la esperanza. Debíamos, sí, sentirnos afortunados, porque en muchos hogares no solo había entrado el miedo, sino también la desgracia. Lo decíamos, y lo repetíamos, pero era Lunes Santo, y hablar de fortuna en un Lunes Santo de calles desiertas, con los cofrades separados y esparcidos en el sinfín de celdas de una inmensa colmena urbana, era muy difícil
Y en aquel naufragio de todas las cosas queridas, solo una balsa a la que aferrarse: la música. Cuando llegaba la hora, y nos asomábamos al balcón, las melodías de nuestras procesiones descendían sobre el pueblo en perfecta uniformidad, como una malla de hermandad que nos reunía. Entonces mirábamos al otro, desdibujado en la distancia; nos reconocíamos, y rozábamos las yemas del alma diciéndonos, sin decir nada, que nos echábamos de menos. Y entonces levantábamos la mirada hacia la Ermita, aún iluminada con el malva de la Floración, y pensábamos en el Santo Cristo, allá en su camarín. No podíamos rezar: solo nos abríamos de par en par, y nos dejábamos leer por quien no necesita palabra alguna para saber lo que anida en el corazón de los ciezanos
Aquella tarde, la acertada iniciativa de la Junta de Hermandades Pasionarias había programado “Caridad del Guadalquivir” para las nueve y media, la hora en la que el Stmo. Cristo de la Sangre debía estar cruzando el umbral de la Asunción para comenzar a componer ese interludio de solemnísima majestad en que consiste su Vía Crucis. Asomados al balcón de la Calle Europa, frente al descampado, veíamos cómo la noche se adueñaba de todo, cerniéndose sobre una última línea levemente anaranjada que aún podía distinguirse a lo lejos, silueteando el Almorchón.
Y la música comenzó a sonar desde los potentes altavoces de un balcón cercano, que ya se había ganado, en los días previos, el derecho informal de tomar la iniciativa. La melodía, sencilla y evocadora como todas las de Paco Lola, iba anegándolo todo en nostalgia de Duarte, y de Ibáñez, y de casco antiguo, y de Semana Santa. Punteando la noche, luces acá y allá de salones y dormitorios, en las que se enmarcaban los vecinos asomados, a veces solos, a veces familias enteras, en ocasiones abrazos, y siempre en silencio, hermanados todos con una emoción auténticamente cofrade, pese a la tristeza.
Entonces, avanzada la marcha, justo en la fachada de enfrente, al otro lado del solar, se oye un rápido subir de persiana, y una sombra que se asoma. Se alzan los brazos y el metal que llevan, y las notas del solo de trompeta comienzan a brotar de la nada, como si hubiera en aquella ventana un manantial mágico que manara música desde las entrañas de la Tierra. Todas las miradas convergieron allí al instante, pero la oscuridad en aquel rincón era absoluta: ni una luz, ni un rostro, ni un elemento reconocible. Solo la belleza sonora que iba hechizándonos a todos con la elegancia infinita de un tiempo en suspenso, y aquella caricia musical sobre las heridas. Todo se congregaba y se templaba al pie de aquella pared de ladrillo: la Semana Santa esfumada, el temor por los seres queridos, la desazón ante un horizonte desconocido y lleno de amenazas... la carga se hacía más liviana conforme se iba derramando la marcha desde el brocal del misterioso instrumentista.
La última nota del solo sangró su desgarro final, y al punto, otro fugaz movimiento y la persiana que baja, como el portón de los Dormis tras el Sepulcro, mientras la marcha continuaba, reducida ya a los artefactos que reproducían la grabación. No hubo firma, ni saludo en el tercio para recoger los aplausos emocionados que atronaban el barrio a los pies del Santo Cristo. Solo quedó la emoción, las lágrimas, y el eco de una obra de arte monumental y fugaz, que esculpió en dos minutos un recuerdo perpetuo. Poco a poco fue cada uno volviendo al refugio del hogar, la noche quedó en calma y la Semana Santa de 2020 reanudó su melancolía.
Nada sé, un año después, sobre el músico que nos regaló aquel momento de belleza absoluta. No he indagado su identidad, porque no hace falta. Un nombre podría olvidarse, lo que hizo, jamás. Pero allá donde esté, tendrá siempre el agradecimiento de esta familia a la que permitió el momento más conmovedor, intenso y auténtico de aquellos días de confinamiento.
Con el tiempo, he sabido que no fue aquél el único ciezano que salió a regalar su música a los vecinos. En este mismo barrio de Santa Clara, y en tantos rincones del pueblo, otros músicos quisieron levantar el ánimo a la familia cofrade, como improvisados anderos de esperanza en un tiempo difícil, compartiendo su pasión y su arte para alivio de tantas tristezas.
Llegó la Pascua de 2020, y a la vuelta de doce meses aquí seguimos, en una añoranza perpetua de procesión y de hermandad, sin saber si será el año próximo cuando recuperemos al fin lo que se nos escurrió entre los dedos de golpe, cuando ya lo rozábamos. La única certeza es que cuando todo regrese, cuando la Semana Santa vuelva a declarar en Cieza el estado de felicidad... lo hará con música.